Salir del clóset

por Guayaqueer  

texto: Nicolás Esparza @nicolasesparza_|

Imagen: Guayaqueer

Salir del clóset es asumir una identidad, pero dicho ejercicio no siempre acontece como una manifestación de la voluntad. Hay veces en que las acciones han dado pie a las revelaciones que no hemos estado listos para encarar. Se sale de un clóset para entrar a otro, es decir, se abandona una categoría para entrar a conformar otra. Asimismo, se sale del clóset en cada uno de los círculos que uno integra y no siempre cuando se lo quiere, sino porque toca: se sale ante la familia, ante los amigos del colegio o de la universidad, ante la/el mejor amigue, ante los compañeros del trabajo, ante la comunidad, en lo virtual, en el barrio. Como sea que se lo mire, es una práctica que transgrede constantemente, puesto que la heteronorma señala, estigmatiza e, incluso, agrede. Sin embargo, hay casos también en los que la responsabilidad afectiva ha tornado una confesión en una herramienta de poder. 

A continuación, se exponen algunos casos de esas salidas. No todos los autores de los testimonios han querido manifestar su identidad. Y eso está bien.

Imagen: Guayaqueer

‘Adriano’, diseñador gráfico (La Libertad) 

Mi salida del armario fue de esas salidas que los padres tanto temen porque, en el fondo, ya se lo ven venir. No fue una salida por voluntad propia, podríamos decir que me abrieron la puerta de mi armario de cristal, y crystal clear, no cristal translúcido. 

Desde los dos años supe que era gay. Uno recuerda pocas cosas a esa edad, pero tengo un flashback superimpregnado que nunca se me va a borrar. Estaba con mi papá justo afuera de casa y por la calle pasó un chico con gorra. En ese momento le dije a mi papá «papá, ese chico es guapo». Papá me dijo que ‘guapo’ solo debo usarlo para referirme a una chica, a una ‘hembra’. Justo en ese momento asocié que estaba mal visto fijarse en un chico y recién se construyó mi armario. 

Siempre fui muy precoz, era muy curioso y me gustaba explorar y descubrir cosas, por eso siempre sabía más que los niños de mi edad. Recuerdo que yo tenía 8 años y le enseñé a un compañerito de la escuela cómo masturbarse, pero esa es otra historia.

De adolescente, yo era de los sobreprotegidos, de esos a los que se les permite una salida al mes y debes pensar bien en qué la vas a usar para no malgastarla. Esto era un impedimento para conocer gente nueva y no tenía ningún amigo gay. Mis hormonas estaban totalmente locas, no existían dating apps en ese tiempo, entonces mi única vía de escape era un juego de avatares de un hotel virtual, muy popular en aquel momento. Ahí conocí amigos gays que me presentaron páginas de webcams y comencé a descubrir el maravilloso mundo del sexting

Recuerdo que una noche me estaba escribiendo con un señor de 40. Yo tenía 15. Era un chat muy candente por Skype y me quedé dormido dejando el chat abierto en mi computadora. Por ese descuido, mi papá entró a mi cuarto y leyó todo. No me dijo nada. Una noche me interrogó en mi cuarto, yo lo negué todo. Se lo creyó. O se obligó a creérselo. 

En último año de secundaria ya no estaba mi hermano mayor en el colegio porque se había ido a Guayaquil a empezar la universidad. Me sentía libre. Comencé a contarle a mis compañeros del colegio, desde los más cercanos hasta los no tan cercanos. Estos últimos se encargaron de regar la info y, de repente, ya había salido del armario con mis amigos. Nunca sufrí abuso ni discriminación, fue bello todo el apoyo que recibí, sobre todo, de mi crush hetero, que le gustaba protegerme de los que se querían pasar de listos conmigo. 

La universidad la estudié en Guayaquil. Cuando llegué a la gran ciudad sentí que empezaba un nuevo capítulo de mi vida. Sentía libertad y quería hacer tantas cosas al mismo tiempo, pues ya no tenía a mis padres cuidándome los pasos, pero sí a mi prima y a mi hermano mayor que era con los que compartía piso. Un día salí con mi primer amigo gay a tomar unos Alexanders en el extinto Cocolón del centro. Las paredes eran de vidrio y nunca supe quién me siguió, pero le contaron a mis papás que yo estaba bebiendo con un chico afeminado y eso fue lo que reventó la bomba. 

Al siguiente día tenía a mis papás en el departamento interrogándome y yo sentí que ya no tenía escapatoria, que era el final. Me puse a llorar. Mi llanto lo confirmó todo. Ellos también se pusieron a llorar. Me hicieron miles de preguntas, qué hicieron mal, si alguien me hizo algo de pequeño. Yo estaba en shock, paralizado, acostado en mi cama, tapándome la cara de vergüenza. No me salían palabras. En la noche fuimos a ver a un psiquiatra especializado en sexología que mis papás sacaron de la sección El Especialista, de La Revista. Al psiquiatra le conté la historia de mi vida. Luego, hizo pasar a mis papás y les dijo que soy completamente homosexual y que estaba bien, que no era una enfermedad, por ende, no había un tratamiento. Les recetó calmantes a ellos. 

El tiempo pasó y nunca más se habló del tema. Mis papás no lo aceptaron y decidieron sepultar ese tema. Seguimos siendo familia, un poco fragmentada, pero familia igual. Tengo 24 años y ahora puedo decir que it gets better.

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‘Roger Gavsaj’, escritor (Guayaquil) 

Tenía 25 años y, por aquellos días, acababa de publicar un libro y quería promocionarlo. Me habían invitado a leer un fragmento en un evento en Guayaquil y, como siempre he detestado asistir solo a ese tipo de cosas, le pedí a mi mejor amigo que me acompañara. El ambiente del evento era oscuro, con música de fondo y gente en el piso tomando cerveza y charlando. Con mi amigo nos sentamos en un pallet que habían adecuado para el público. Alguien me ofreció una bebida y aproveché para identificarme. Me respondieron que me llamarían por micrófono dentro de poco y, mientras tanto, escuchamos el recital y tomamos algo con mi amigo. Por el escenario pasaron cantantes, comediantes y escritores. En algún punto debí aburrirme porque cogí el celular para responder mensajes. En WhatsApp, un chico con quien había salido años antes me contaba que estaba rentando una habitación en su departamento y me pedía que le avisara si sabía de alguien interesado. Su casa quedaba en el centro y, en plan de broma, le dije que pensara en alquilarle a algún gringo para que me lo presentara. Porque sí, siempre me han gustado los gringos. En todo caso, faltaba poco para mi intervención. Quería una foto, así que le di mi teléfono (desbloqueado) a mi amigo para que me la hiciera una vez estuviese en el escenario. Queda poco que explicar: mi amigo espió mi chat —estuvo mal, todos coincidimos en ello, sí, pero pasó— y leyó lo que yo le había dicho a mi otro amigo. Recuerdo su cara de extrañamiento, su confusión, su mirada llena de preguntas. «¿Gringo?», dijo. «¿Cómo un gringo?». Enseguida mi nombre en el altoparlante: era mi turno de leer mi libro. Me había mentalizado a leer un fragmento dado del libro, pero cambié mi plan ya con el micrófono en mano y el público delante. Mi amigo empezó a filmar y a hacer fotos. Saludé y empecé a leer un relato que en el libro yo le dedicaba a mi mejor amigo. 

Nos fuimos del evento sobre las nueve de la noche. No dijimos mucho mientras esperábamos el taxi. Hablamos de cualquier cosa. Y cuando el taxi hubo llegado a su casa y arrancó, empecé a llorar. Lloré durante todo el viaje hasta mi casa. El conductor no hizo preguntas, por fortuna, porque yo no quería hablar. Mi amigo sabía que yo era gay y nunca antes el miedo de perderlo había sido tan intenso. Llegué a casa y casi no dormí esa noche. 

Al día siguiente, por la tarde, mi amigo me pidió que nos viéramos por su casa, cerca de un restaurante de su barrio, que siempre se había sentido como el mío porque llevábamos más de doce años de amistad. Mi amigo me preguntó si quería hablar, si tenía algo que decir. Yo solo tenía miedo y no podía decir nada. Era la primera vez en mi vida en que de verdad no podía decir absolutamente nada. Entonces me dijo: «todo está bien». Y también: «nada va a cambiar. Tú eres mi mejor amigo». Y escucharlo decir eso se sintió como recuperar la respiración. 

Lo que siguió fueron semanas de conversaciones, confidencias y anécdotas de todo lo que mi amigo se había perdido de mí, que era poco, porque era el mismo, por supuesto, pero vivir en el clóset es medir tus palabras con meticulosidad. Cualquier cosa que te exponga debe evitarse. O así lo hice en su momento. Y ya no más. Con los meses, se lo conté a más personas. Y cada vez me asustaba menos decirlo: soy gay. Ya está. 

No todo fue sencillo: uno abre las puertas del clóset también para dejar ir a seres queridos. Perdí amigos, claro. Después de todo, esto sigue siendo Guayaquil. Escribir este texto me hace recordar una noche en que, después de conversar con una amiga por Skype y decírselo, tuve un ataque de ansiedad. Pocas veces me ha dado un susto como aquel. Este es un miedo que hay que vivir para entender. 

Salir del clóset nunca es algo para lo que se está del todo listo. Sucede, como la vida. Asusta, lastima, confunde, pero con suerte, y si hemos escogido bien, hay un abrazo reparador del otro lado; un amigo que te diga: todo está bien. 

Y también: nada va a cambiar. Tú eres mi mejor amigo.

Vicky Vaccaro, poeta (Guayaquil) 

Siempre tuve mi identidad muy en claro. No puedo decir que no dudé, porque estaría mintiendo. Sin embargo, es inevitable recordar que me parecía lo más normal del mundo verme y sentirme y darme como mujer, aunque el sexo colgado en las ingles fuese una traición de mi cuerpo. «Solo soy una niña hacia adentro», pensaba yo, «solo tengo que inventarme de nuevo». ¿Y cómo se inventan los hombres y las mujeres de nuevo? ¿Acaso la biología tiene la última palabra? ¿Las construcciones sexogenéricas definen irremediablemente el curso de nuestra existencia? Preguntas muy grandes para una pequeña que recién entraba a la escuela primaria. Y en un colegio solo de varones. Fue entonces que decidí vivir en silencio. 

El silencio no me duró mucho, apenas once años. 

Y cuando me vi en el espejo después de escapar las paredes de mi silencio, sentí asco. Tenía las piernas y los brazos velludos, la voz de un dios romano, manos gruesas y algo toscas, el pubis ennegrecido. Nada que ver con la niña que descubrí hace años en los vestidos de mi madre. ¿Dónde se había ido mi ciega hermosura? Nuevamente me arropé en el silencio, murallas de ausencia y contemplación, y los reflejos del agua y del vidrio y del océano se dispersaron por toda mi geografía hasta convertirla en un santuario para los muertos. Fue ahí, en mi tristeza, que me vi pasar, desnuda, sin nada que dar porque yo misma me he despojado de todo. Tuvieron que pasar muchas manos, muchas lágrimas y muchas mujeres para salir del silencio. Ellas me enseñaron a convertirme en mujer desde los primeros hálitos, con la paciencia de las hortelanas que cultivan el jardín para recibir sus flores. A ellas les dedico esto hoy, porque el silencio ya no me habita y los espejos no me definen. 

Este espejo no me define. Los ojos-espejos no me definen. 

Dios es mujer porque yo lo soy.

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‘M’, estudiante de Marketing (Guayaquil) 

Desde el 2018, por mi universidad, me tocó vivir en un departamento con otros chicos, la mayoría de provincia, todos cuidados por una casera. Normalmente, soy abierto acerca de mi sexualidad con personas de mi círculo social, pero con las de mi departamento, sobre todo mi roommate, se me hacía difícil mencionarlo o darlo a entender. No quería que se sintiera intimidado o incómodo por compartir un cuarto conmigo por ser gay o que la casera se enterara y, para precautelar que le sigan llegando personas al departamento, me sacara del lugar y le contara a mis padres. 

Este miedo me llevó a portarme muy esquivo y distante con mi roommate, quien era realmente agradable y sociable. Un chico de signo leo, a quien le interesaba compartir su vida y que yo le compartiera la mía. Una noche, sin internet, estábamos los dos en la oscuridad de nuestro cuarto conversando de la vida, nuestras experiencias, contando chistes, etc. Pero era, sobre todo, de parte de él, pues era muy abierto con su vida y yo no. Comenzó a reclamarme por qué yo jamás le contaba de mi vida y su presión amistosa y la confianza y el cariño que había agarrado con mi amigo hizo que fuera inevitable que me naciera salir del clóset con él. 

Recuerdo que, cuando lo dije, puse una voz de muerte: la voz me cambió por completo, el ambiente se puso pesado y, obvio, yo nervioso a mil. Creo que sí lo agarró por sorpresa, aunque sí me dijo que a veces dudaba; sin embargo, fue muy comprensivo cuando lo hablamos y, al final, seguimos siendo amigos y confidentes. Tuvimos una relación más estrecha y comunicativa; mucho más bonita. 

Experiencias como esa me recuerdan que estar en el clóset me acorrala, impide que sea completamente yo y a no poder desarrollar relaciones interpersonales de forma plena. Cómo he alejado de mi vida a personas que me importan por miedo al rechazo y cómo las he apartado de momentos importantes de mi vida. Este sentimiento, sin embargo, lo suelo tener cuando se trata de mi familia. Los aparto y oculto cosas de mi vida, por el miedo. 

Espero algún día tener la valentía de hacerlos parte completa de mi vida.

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Erika Alvarez, estudiante de literatura (Guayaquil) 

No hay una historia enorme de cuando me enteré, o se enteraron, de que era bisexual. La tensión no existía dentro de un ámbito social. La chica que me gustaba y yo éramos las únicas conscientes de lo ocurría entre nosotras dos al inicio. Por mucho que suene a cliché, ocurrió así. 

Hasta el día en que vieron en casa una foto que yo había tomado y que estaba almacenada en la nube del computador. Mi madre calló una semana desde que la vio hasta que la propia angustia la abrumó: 

me apartó del resto, preguntándome directamente si era gay (creo que se refería a lesbiana). Rápidamente analicé sus reacciones y, por un segundo, me dispuse a negar el hecho de que no veo la línea de un sexo para querer, pero su rostro no era de ira o incomprensión; me intrigó mucho… Su rostro me mostraba algo más, pero ¿qué?, aún no lo entendía. 

Le conté que estaba saliendo con alguien y ella no le vio ningún ‘pero’ a la relación. Me preguntó si le había contado a mi padre, moví la cabeza negando que eso hubiera ocurrido. Ella continuaba mirándome extrañada, pero con los ojos cristalinos. 

Me atreví a preguntarle si la había decepcionado, pero me abrazó y me dijo: 

– No mi amor, para nada. Es solo que hay gente mala afuera y no quiero que te pase nada. 

Hubiera parecido que sumergimos los ojos y las mejillas en agua salada. 

Entendí que lo que ella sentía era miedo. Miedo no de mí ni a quién pudiera amar, sino miedo a las personas que nunca sabes hasta dónde pueden llegar por odiar.

Imagen: Guayaqueer

Adriana, estudiante de Literatura (Guayaquil) 

Crecí escuchando a mi mami quejarse de las novelas que mostraban escenas homosexuales. Cuando tenía trece años, mi primer enamoradito mencionó que los gays eran una «aberración de la naturaleza». Su mirada mostraba un odio profundo e irracional y casi lo volví mío: casi le creo y lo predico. A mis quince me pregunté por qué me pasaba esto a mí: ¿qué dirían mis padres, hermanos y demás familiares? ¿Y mis amigos? 

Durante un almuerzo en casa, a mi hermano se le escapó una broma con respecto a mi sexualidad delante de mi mami y me sentí tan mal que regresé a mi cuarto a llorar. Ella fue detrás de mí y dijo que me amaba incondicionalmente, que no lo entendía y que necesitaba tiempo. No lo hablamos durante mucho y puedo jurar que guarda la esperanza de que sea una etapa. Mi hermano alguna vez me dijo que ella había pensado en sus peores momentos que sería bueno si algún hombre me ‘tomara’, porque tal vez eso me arreglaría. 

Ahora mi mami conoce a mi novia y me atrevo a decir que la estima. Mantiene aún la esperanza de que conocerá al padre de mis hijos y formaremos un feliz matrimonio heterosexual. Sé que me ama y la amo tanto porque sus ojos nunca me vieron diferente a pesar de que mi sexualidad va en contra de todo aquello que creció escuchando como ‘correcto’ y ‘verdadero’. 

— Siempre he intentado enseñarles a no ser malas personas y si tú no le haces daño a nadie, no hay porqué avergonzarse —dijo mi papi. 

— Eres mi hermana y siempre te voy a querer, esto no cambia nada. Si es lo que te gusta y lo que quieres hacer, hazlo. Yo siempre voy a estar en caso de que necesites algo —dijo mi hermano mayor.

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‘C.R.’, estudiante de Gastronomía (Guayaquil) 

Cada vez que alguien me pregunta cómo fue salir del clóset para mí, no tengo nada más que responder que fue extraño, inesperado y difícil, pero liberador. Pues, como verán, yo no salí del clóset como tal. A mí me sacaron a la fuerza y, a pesar de no tener rencor hacia las personas que lo hicieron, estoy consciente de que cada quien debería de tener el derecho de elegir cuándo se siente cómodo para salir del clóset. 

Para hablar sobre cómo salí del clóset, puedo dividirlo en dos partes: primero, con mi familia y, luego, con mis amigos y compañeros del colegio, pues yo tuve la oportunidad de sincerarme con mi grupo de amigos más cercanos, los que siempre me apoyaron y fueron muy comprensivos conmigo y mi sexualidad. Hasta el día de hoy sigo teniendo un vínculo muy fuerte con ellos, gracias a todo el apoyo que siempre me han mostrado. 

Pero, en ese entonces no quería que nadie más se enterase, ya que no me sentía seguro del todo, ni con el colegio ni con mi familia. Sin embargo, una persona de mi círculo más íntimo, al que llamaré R, decidió contarle a quien se le cruzara por delante. Fue así como R logró que todo el colegio, o por lo menos el alumnado, se enterara de mi sexualidad. No voy a mentir, en el momento fue frustrante tener algo tan íntimo proclamado a los cuatro vientos sin mi consentimiento, a pesar de que nunca ninguno de mis compañeros me trató mal o con desprecio debido a mi sexualidad, así que, con el tiempo, lo fui superando y perdonando. 

Con mi familia ocurrió algo parecido, pero esta vez no fue un amigo mío, sino una compañera del trabajo de mi mamá. Como a muchos les pasó, uno cuando recién sale del clóset con alguien, lo primero que quiere hacer es liberarse y coincidió que eran épocas del Pride, así que con un grupo de amigos decidimos ir. La pasamos muy bien y fue una experiencia maravillosa, a pesar de siempre estar pendientes de que no nos tomaran fotos, ya que casi ninguno estaba out con su familia. Terminó el Pride y este se quedó como un recuerdo en mi corazón y en el de mis amigos y, así, pasaron los meses hasta que por noviembre mi mamá se comenzó a comportar extrañamente conmigo. 

Cuando le pregunté si había hecho algo malo para que me tratara con tanto desprecio, lo único que me contestó fue: «Tengo que hablar contigo, pero no ahora porque ahora no puedo». Yo siempre he sido muy unido a ella y esas palabras hasta el día de hoy se me han quedado clavadas por cómo me las dijo. Pasaron las semanas, hasta que un día me llamó y me dijo que ya se sentía más tranquila y que ahora sí podíamos hablar. Me contó cómo una amiga de ella se había puesto en contacto porque había visto un chico muy parecido a mí en la marcha del Orgullo, que se lo decía para «hacerle un bien» y le mostró la foto. Cuando mi madre me dijo todo esto quedé devastado. Me habían quitado otra vez mi derecho de hablar cuando me sintiese seguro. Lloré. Mi madre lloró y vinieron varios meses incómodos entre nosotros hasta que, poco a poco, ella lo fue aceptando y retomamos el afecto que siempre nos tuvimos. 

Con todo esto, me di cuenta de que las personas muchas veces toman en sus manos temas que no le corresponden, a veces pensando que están haciendo un bien y simplemente pecan de ingenuos debido a la desinformación y al tabú que existe respecto a las identidades sexuales y al salir del clóset. Sin embargo, no todos son así, pues también existen personas que te van a amar sin importar nada y, aunque les cueste un poco adaptarse, siempre van a estar allí para ti. 

Imagen: Guayaqueer

Asumirse gay, lesbiana, mujer trans, hombre trans, bisexual, asexual, etc., son actos de valentía vistos desde la hegemonía. Sin embargo, para quienes estamos ya fuera del clóset es necesario que busquemos la representatividad de nuestra disidencia para augurar que no se vulneren los derechos, para que haya seguridad laboral, para que no se estigmatice la fuerza de voces que piden ser escuchadas. 

Cierro este texto con el orgullo que implica saberme unidx con los míxs, de fraternizar con los que defendemos los derechos humanos, de concientizar con la palabra que también es acción. Gracias a Guayaqueer por su aporte, así como también a lxs amigxs que colaboraron con su voz.

Guayaqueer @guayaqueer. Víctor García estudió artes visuales en la Academia de Bellas Artes de Bologna, Italia. Ha trabajado en la Biblioteca/Archivo Flavia Madaschi de la organización LGBTI italiana “II Casero” y como docente miembro de la red global Teach for All. Inició y crea las ilustraciones en Guayaqueer, plataforma activista y artística donde las imágenes abren debates y cuestionan la imaginería del Ecuador para reivindicar luchas y perspectivas de las comunidades sexodisidentes y de otros grupos históricamente vulnerados. Casi políglota, fervoroso de la educación, el arte y la cultura como medios para la transformación social.

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