Brenda Castillo
A Francisco,
quien coloca paraguas en sus ojos.
Cómo suena el dolor. Quizás como una exhalación de fibras vocales turbándose en la voz.
Cómo se siente el dolor. Se siente en el cuerpo, en la piel, muy adentro, junto a la vida, en los recodos de los huesos.
A qué sabe el dolor. A desolación, a ira, a olvido.
Detengo la composición musical Cuarteto para el fin de los tiempos de Oliver Messiaen y me pregunto cómo el sonido se vuelve carne. Luego, trato de escuchar con mayor atención los giros melódicos, el temblor de las cuerdas y el alto-agudo cambio del violín. Lo detengo y vuelvo, para intentar comprender, para ir hacia adentro, para perturbar a la tristeza.
Eso es el dolor, me digo a mí misma. Una lesión externa e interna que permea nuestros cuerpos. Muchas veces esa efracción comprende la transición de la frontera corpórea, esa envoltura de esencia que nos sostiene a todos. Cuando esta nos atraviesa, el cuerpo entra en estado de conmoción (lo que nos sujeta en el interior) para luego exteriorizarse como una reacción, pero algunas veces lo que nos perturba es tan grande que necesitamos de un pulso, para que la herida que ahora habita en el yo mismo, no se condense en una imagen mental de su propia representación.
En el libro El dolor físico, Juan David Nasio[1] habla sobre la representación de la imagen mental de la herida y como esta acontece en los cimientos del yo. Pensar en la herida es también pensar en los significantes que nos constituyen. La palabra sería de por sí un acontecimiento de ese yo. ¿Cómo fluimos entonces? ¿Cómo se conectan nuestras experiencias con la de los demás? Estoy segura que en el caso de Messiaen, y de muchos compositores musicales que fueron torturados y humillados en los campos de concentración nazi, fue la voluntad, ese espíritu de autodestruir la herida para que estalle, porque la verdadera revolución empieza desde nuestros cuerpos.
Cuerpos,
hay que abolir el tiempo,
regresar a la esfera.
Solo el círculo salva
y no hay sino la urdimbre fantasmal
del regreso, los viajes
las huidas.
Se huye.
Uno se vuelve sombra fatigada
y se disloca
se cuartea la huesumbre,
el alma se acongoja y pierde su condición
de almario
donde las penas y el amor que se extravió hace mucho
custodian su vigilia permanente
a la espera del sueño,
del regreso corpóreo de lo ido.[2]
Así resuena un fragmento del poemario Cuerpos de Max Rojas, quien, desde la búsqueda interior y la exploración creativa de los cuerpos, sitúa las conmociones emocionales del dolor por distintas partes corpóreas. Al trabajar con nuestros cuerpos, lo espiritual no es solo una vía de inspiración, sino de conocimiento.
Las
aflicciones funcionan como una forma anecdótica, se ejemplifican en
testimonios, en imágenes, en sonidos, en recuerdos y en impulsos creativos. Es
lo que a veces no decimos, lo que se nos queda adentro, el sentimiento
reprimido, la violencia, el silencio del lenguaje. Todos esto motivos son y han
sido un flujo de pulsiones para encontrarse a uno mismo. Ir al fondo de nuestra
condición humana es quizás seguir esas pistas, remover los tejidos
superficiales, los aparatos fotográficos de nuestra mente. Ir hacia el fondo es
verdaderamente reconocerse, es coaccionar con la propia voz, es colocar el
cuerpo y el espíritu en articulación con la palabra, no como un acto, sino como
un hecho, porque el dolor ya no está en la herida, sino en el mismo ser.
[1] Juan David Nasio, es un médico psiquiatra nacido en Buenos Aires. En la década de los sesenta inicios su estudio del psicoanálisis lacaniano. Emigró a Francia en 1969, donde entró en contacto de Jacques Lacan y realizó la revisión de la traducción al español de sus Écrits.
[2] Memoria de los cuerpos. Max Rojas
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