Regno Oblitus

Luis Medina

Ilustración: John Vera

Era una persona como cualquiera, tal vez demasiado común, demasiado corriente; sin legado ni conmemoraciones, su paso por el mundo era como el batir de alas de un pájaro, como el vaivén de las hojas de un árbol, un instante que se perdería en el incesante fluir del tiempo.

Su presencia empezaba a borrarse, ya ni su ausencia se notaba; familiares y amigos hace mucho que no recordaban su nombre, su cara salía borrosa en las fotos; a veces se le olvidaba su propia existencia. ¿Cómo recordar lo que apenas existe? Al no hallar respuesta quiso perderse en su propio olvido. Empezó a caminar sin rumbo por las calles sin nombre de ciudades desconocidas, a transitar las aceras donde van a parar las cosas que queremos olvidar. Llegó entonces al lugar donde mueren los recuerdos. Una nostalgia huérfana hizo más denso el aire y el silencio retrocedió ante el susurro de lenguas muertas.

Recorrió innumerables salones, muchos vacíos, otros repletos de lo que la memoria ha dejado atrás: juguetes, cartas de amor sin entregar, promesas rotas, libros nunca leídos. Algunos contenían una deidad durmiente sin súbdito que lo despertara.

Escapaba del dominio de los recuerdos, así que olvidó el camino recorrido. No tuvo más opción que seguir adelante (o hacia atrás, daba igual) sin la esperanza de hallar una salida. Había deambulado tanto que su percepción del tiempo le abandonó, tal vez quedó en alguno de los salones. En el camino fue dejando muchas cosas atrás, ¿qué importaba perder otra? De pronto los caminos convergieron como un vórtice asimétrico que daba la ilusión de orden al caos de su entorno. Se topó con un salón de columnas que se elevaban hacia el infinito y cuyos muros se perdían en el horizonte. En un trono herrumbroso, una figura sin rostro reposaba errática; el trono parecía incomodarle, casi como si hubiera olvidado cómo sentarse. Tal vez nunca lo supo. Sobre el óvalo desgastado de su cara, encima de los retazos de su cabello, una corona quebrada le adornaba grotescamente.

Intentó mirarle sin llamar su atención. No quería perturbarle así que ocultó su cuerpo detrás de una columna y se limitó a observar de lejos. A pesar de no tener rostro, había algo triste en su semblante. Tuvo una sensación extraña. ¿Pena?, ¿miedo?, ¿curiosidad? No, no era ninguna de esas. ¿Qué era?

Salió de detrás de la columna y caminó hacia el trono. Al verle, la figura se levantó. A pesar de estar encorvada su altura era impresionante. Avanzó tres largos pasos y acercó su cabeza a la cabeza de la persona, la inclinó como si tratara de expresar duda o tal vez sorpresa. Una pregunta flotó en el aire: ¿qué haces aquí?

La persona alargó sus manos y tocó las ausentes mejillas del ausente rostro, miró a sus ausentes ojos y les dijo a sus ausentes oídos: te recuerdo.

El viento convirtió a la figura en polvo y la corona quebrada quedó en sus manos. Al tocar con sus dedos la fría herrumbre del trono supo que debía sentarse a esperar a que alguien más pusiera fin a su olvido. Hasta entonces, reinaría indiferente sobre los salones del palacio de las cosas perdidas.

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