Cómo morir de amor

Doménica Concha

Ilustración: Rebeca Silva

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Dicen los sobrevivientes que nadie se muere de amor. Las historias sobre esos que no lograron salir del agujero que cava un corazón roto parecen ficción en medio del mundo en el que vivimos. Pero la que les presento ahora, a pesar de que no fui testigo, fue construida por sucesos tan reales como el papel en el que está impresa.

Vicente Concha Galarza nació el 5 de febrero de 1931 en Guayaquil. Su padre no estuvo cerca mucho tiempo; falleció joven y habiéndole dejado a mi abuelo un número no especificado de medio hermanos. Así que lo crio su madre, Isolina Galarza, más conocida por su rol como mapapá. Era rectora de un colegio y la mujer que nos heredó el carácter jodido y el término de isolino, cuando nos queremos referir a alguien que nos pone los nervios de punta.

Mi abuelo llegó a los 13 años, en la época en que las enfermedades como el sarampión eran de fácil propagación —y mortales— en la costa. Por eso, su madre decidió enviarlo a Quito, donde cursaría la secundaria en el Colegio Mejía. Fue así que desde 1944 vivió solo en una pensión. Aprendió a jugar a las canicas, el trompo y las cartas con tanta maestría que ganaba buen dinero apostando, costumbre que le propinó algunos ahorros y, después de ganar más de una partida de póker en el tren, una nariz rota.

Entre sus travesuras se cuenta la vez que se turnó con uno de sus amigos para treparse al muro de un colegio de señoritas sirviéndose de las manos del otro como escalerilla, pero su cómplice acababa de pisar excremento y le embarró la mano. Para vengarse, pisó un mojón que estaba cerca y cuando estuvo a punto de asentar el zapato en las manos de su compañero aparecieron unos guardias a corretearlos, dejándolo a él doblemente cagado. Bien dicen que antes de iniciar un plan de venganza se deben cavar dos tumbas.

Regresó a su ciudad natal en 1950 para estudiar medicina en la Universidad de Guayaquil donde, ocho años más tarde, se graduó como médico cirujano especializado en ginecología. Para ese entonces ya la había conocido.

Hilda del Carmen Pazmiño León nació el 3 de julio de 1936. Cursó sus estudios hasta acabar la secundaria en el Colegio Guayaquil. Elegante y de carácter fuerte, dicen los que la conocieron que nunca se la vio dejar sus aposentos sin estar ya arreglada. Sin embargo, los que la recuerdan dicen que perdía la compostura comiendo mangos de chupar, y cuando mi abuelo intentó invitarle un batido ella ordenó uno de aguacate y dejó tan pasmado al dueño del pequeño quiosco —famoso por vender batidos de todo— que la próxima vez que volvieron, el lugar ya no existía.

Se casaron antes de que él hubiera terminado sus estudios universitarios. Ya graduado se asentaron en Argentina, donde pasaron algunos años y tuvieron a su primer hijo. Fue el primero de muchos viajes, pero sin duda no fue tan largo como el que llegarían a hacer al final de sus vidas. Volvieron a Ecuador, donde pasado un tiempo y habiendo reunido el dinero suficiente, compraron una bonita casa en Urdesa Central y tuvieron tres hijos más. Se suponía que todos llevarían un solo nombre, pero cuando nació su última hija, mi abuelo se acercó para inscribirla solo; fue así como la niña terminó llamándose Evelyn del Carmen. ¿Qué puedo decir? A él le encantaba oír el nombre de ella. Carmela, la llamaba.

Si se hicieron felices, eso solo lo podemos suponer aunque lo sospechamos. Vieron crecer a sus cuatro hijos. Pasaban juntos por la casa de la mapapá cada mañana antes de que mi abuelo se quedara en su consultorio en el centro de Guayaquil. Carmela lo esperaba mientras se paseaba por las tiendas o se tomaba un café acompañado de algún dulcecito guayaco en cualquier huequito del centro. Se amaron bien. Ella lo acompañó mientras luchaba contra un cáncer de próstata y lo atendió cuando sus riñones lo amenazaban con dejar de funcionar. Pero la vida no tiende a retribuir nuestros sacrificios, ni siquiera los que se hacen por amor, así que el 7 de febrero de 2001 Carmela sufrió una trombosis que la dejó en estado vegetativo hasta el día de su muerte, el 7 de noviembre del mismo año. El dolor que esos meses dejaron sobre la espalda de mi abuelo terminó por quebrarlo ese día. Aquel Vicente Concha del que les he contado muere aquí.

Pasó sus últimos años compartiendo cuarto con las cenizas de mi abuela en la planta baja de su casa. Nunca lo oí hablar de ella; en realidad, nunca lo oí hablar de nada. Podía ver cómo su rostro arrugado y cansado se iluminaba con la visita de los nietos, pero su sonrisa era un tanto melancólica. Cada vez que hablo de él de esta forma, mi papá suele llamarme la atención; dice que debería recordar cómo eran las cosas antes. Hasta ahora no logro entender si ese antes se refiere a antes de las diálisis semanales, o antes de que ella se fuera. Porque después de su muerte hasta la voz le raspaba la garganta queriendo abandonarlo. Lo que quedó de él al final solo supo dejarse morir.

El medio fue simple, y hasta cierto punto, ridículo. Luego de una vida llena de anécdotas y de haber tenido la oportunidad de compartir sus mejores —y peores— años junto al ser que más amaba, mi abuelo murió por comer un pan en medio de una diálisis. A pesar de su rostro enfermo y su espíritu decaído, su poder de convencimiento bastó para lograr que los enfermeros le convidaran del pan que sería su última cena, un día de agosto de 2006.

Desde ahí, los que compartieron su vida pasaron a compartir una urna en la misma casa de Urdesa Central, hasta el día en que murió el tercero de sus cuatro hijos y resultó que ya no quedaba más espacio en la pequeña caja de madera que reposaba en el altar de la sala. Entonces los llevamos al mar y quiero imaginar que alcanzaron su «felices por siempre».

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