Orgullo ecuatoriano

por Adriana Gavilanes Cáceres|

Foto: Yana Marzurkevich

La Perla del Pacífico celebra a lo grande su independencia. El mes se despide con el día del Escudo Nacional, pero los amantes del eurocentrismo le llamarán Halloween porque se olvidaron ya de los héroes de guerra. En octubre, las fechas memorables caminan entre nosotros y fumamos la pipa de la paz hasta que acabe la resaca luego de un encebollado con cebolla. El Bicentenario está a la vuelta de la esquina, pero cuando pienso en el décimo mes del año, solo recuerdo el día en que me violaron. 

Las lumbreras intermitentes precisan un camino ya anochecido, solo restaban cinco cuadras para llegar a mi casa: las contaba ansiosa. Cinco, y ya casi cuatro. Cuatro, y ya casi tres. Tres. Y no lo logré. Resistí firme como el héroe niño según la historia de nuestro país, pero la mala sombra me cobijó porque no morí como él ni tampoco me volveré orgullo ecuatoriano por haber sobrevivido: mi vestido se desplomó de mi sexo como la bandera entre sus brazos muertos. Nadie me vio desaparecer y los gritos ahogados se extraviaron en el camino. No alcancé a llamar a mamá para avisar que no podría llegar a dormir: seguramente no me volverá a dejar salir. 

Quitaron y doblaron cuidadosamente mi ropa, solo entonces estaba lista. Todos ellos me dedicaron una canción cuando obtuvieron un turno después de jugar pares o nones. Pero el tal Guillermo fue el más patriótico de entre todos los ebrios despeinados y transpirados, porque entre sus gemidos profundos, mis suplicas y llantos silenciosos, pude escuchar a Julio Jaramillo: melódico y siempre llegando al alma. Recuerdo a Guillermo acercase a mi oído para susurrarme: 

—No quiero lloriqueos, porque te mato —dijo al ritmo de Nuestro Juramento, envistiéndome con fuerza—. Tu carita de zorra, mi dulce amor… 

Lo escuché maldiciendo a su suerte porque ya no estaba estrecha. Y no fue el único, pero afortunadamente sí el último. Todos ellos entraron en mi patria para arrancar su flora desde lo más profundo de las raíces, desmembraron la fauna para alimentar sus seres insaciables e inundaron con su petróleo las extensiones de mi naturaleza. Fui derrocada de mi cuerpo con tanta violencia que abandoné mi humanidad. Me colocaron exactamente en el mismo lugar y con el sol a punto de despertar. 

—Gracias por todo —palmeó mi hombro —. Nos vemos otro día. 

Tres, y ya casi dos. Dos, y ya casi una. Una, y llegué como pude. Mamá no estaba molesta. Guayaquil siempre ha sido una ciudad sonámbula, pero posiblemente Dios no me ayudó porque ese día no madrugué. 

La ciudad amanecía sucia por las fiestas que tomaron las calles, yo era Guayaquil después de las manifestaciones de octubre. La policía preguntó por la ropa que llevaba y, después de testificar varias veces a diferentes agentes, me aconsejaron regresar a mi casa porque no había forma de tomar muestras de semen ni huellas. 

—No podemos investigar nada, niña. La próxima vez, véngase directo para acá —y me guiñó.

Adriana Gavilanes Cáceres. @nia_gc29 Estudiante de la Escuela de Literatura de la Universidad de las Artes.

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