Paro nacional

por Carlos Aguayo

Se puede ver al autor del texto en la foto. Sin embargo, se desconoce quién tomó esta fotografía.

07 de octubre de 2019 (lunes). 

La reunión fue en la entrada de la Biblioteca municipal; el grupo estaba conformado por un pintor, un escultor, un músico-pintor, un escritor —yo— y todo aquel que quisiera unirse a la protesta o a lo que llama W.: «la fiesta del pueblo». W. tocaba su guitarra de palo. Al son de las palmas y la música de protesta se clamaba a gritos la suspensión de las reformas de impuestos a los combustibles. Un pacto satánico entre el FMI y lo que actualmente llamamos presidente o gobernante del país. El pequeño grupo en el graderío, después de varias horas y unos cuantos litros de alcohol artesanal, se convirtió en una multitud de voces alegres que se sumaron con sus instrumentos: un charango, una flauta y una quena. Una humilde anciana colaboró con cinco dólares al pequeño ensamble que animaba al proletariado. Con ese billete compramos un galón de licor. Entramos en calor e impulsados por el licor danzamos en círculos con la multitud alrededor. 

Fui al baño del parque Cevallos, la marea indígena se acercaba, estaban a unas cuadras de nosotros. Oriné lo más rápido que pude y me uní a la marcha por una cuadra, luego me reuní con el grupo otra vez. Aún mantenían el ritmo y el baile. El galón estaba a medias. Dos representantes del grupo juvenil indígena se nos unieron. Conversamos y bailamos. Pidieron que nos uniéramos a su grupo. No accedimos; como solución, uno de nosotros fue a traer más gente. La guitarra perdió una cuerda y el alcohol me llegó hasta la garganta. 

Otra guitarra y un charango se unieron a la fiesta popular, una lucha musical que no tardaría en culminar. Las palabras inmaduras del líder juvenil, tomadas de la ideología de alguien más que, a su vez, las tomó de alguien más, contrastaban con las palabras del mayor de los nuestros. Los de un lado querían tomar de manera ‘simbólica’ la Gobernación de la Provincia y nosotros luchar por el pueblo a nuestro modo. Discursos de un lado, discursos del otro. Mestizos, indios, ahuevados, curiosos. Todos mezclados como una sola masa de carne, sudor, odio y miedo. Una masa caliente que estaba a punto de estallar con cada latido. 

Una piedra. 

Una simple y pequeña piedra sirvió para que explotara la primera bomba de gas. Dispersados por el humo lloraron a los alrededores del parque. Otros destruían lo que encontraban para tirarlo contra la policía. El músico-pintor discutía con ellos por dañar el ‘patrimonio’. Quisieron golpearlo cuando entré a defenderlo. Las bombas se mantenían. Tomé las piedras que encontré y regresé a la primera línea. Los policías estaban en su fuerte formados en línea horizontal, apuntándonos con sus armas de gas. Lancé una piedra que no llegó muy lejos. Otro sujeto venía por detrás; tomando impulso lanzó su gran piedra con tanta fuerza que se le cayeron las gafas. Luego, huyó a esconderse con los demás. Regresé por sus gafas, pero había desaparecido. Las guardé en el bolsillo de mi chaqueta esperando volverlo a ver. 

Retrocedí mucho. Encontré al pintor. Más allá estaba el músico-pintor y el escultor desapareció. Lanzamos piedras entre los dos. Me acerqué más. Lanzaba piedras sin mirar adónde iban a caer. Tiré una de las vallas metálicas en medio de la calle: quería que vinieran por nosotros. La multitud se reagrupó detrás de mí. La masa furiosa. Quité del camino la valla. Más bombas rodaron por mis pies. Regresé con un puntapié una bomba a los policías y escapé a la siguiente calle. Enardecido y a medio asfixiar por el gas, intenté reunirme con todos. 

Unas calles más abajo. Empujábamos dos eco-tachos para usarlos como escudos. Más bombas de gas y patadas para devolvérselas. Un policía cayó de su moto, avanzaba la multitud con la estrategia de los basureros. Recuperamos territorio. Estábamos a una cuadra de lograrlo. Una bomba cayó a mis pies. El eco-tacho impedía su paso. La apagué en un charco de aguas estancadas. Cambié los lentes por las gafas y regresé. Buscaba las entradas o salidas de los edificios para avanzar y apuntar mejor. Detrás estaba el grupo del eco-tacho. Una bomba cayó en la rejilla del alcantarillado. Me asfixiaba. No pude patearla ni despejarla. Retrocedí mucho hasta sentarme frente al banco, propiedad de otro político, para recuperar el aliento. Retrocedí más para buscar a alguien conocido. Encontré al pintor en la siguiente cuadra, saqué mi camisa para cubrirme la boca y la nariz. Luego, regresamos a la lucha… 

Una vez más me encontraba solo, caminaba confundido por el gas, el calor y la adrenalina. Frente a la iglesia, un grupo gritaba: «fuera correístas». Me acerqué a ver. El escultor y el sujeto del rondador intentaban salvarse de la ira del pueblo. Entré con fuerza y le grité a la multitud: «nosotros somos artistas, estábamos tocando en la biblioteca». Se alejaron. Pero no fue suficiente para el escultor, quien gritaba «yo soy correísta» a la masa caliente. Decidimos bajar la Cevallos. Al sujeto del rondador le robaron el celular en la turba, luego desapareció. Quedamos dos. 

Gente de la Casa de Cultura cargaba el peso de la ira. Dividían gente promulgando su ideología. Está bien ganarse un salario, sentados recibiendo dinero del mismo gobierno contra el que supuestamente protestaban. Provocaron la ira del escultor, que se escapó de mis manos, y fue golpeado por cuatro de ellos. Despejé a la gente. Por alguna razón nadie quería meterse conmigo. Si en verdad querían una pelea, podían intentarlo conmigo. Pero así son los cobardes. Llevé al escultor a la siguiente calle, quería que se calmara. No lo exonero de lo sucedido: también tenía parte de la culpa. En una manifestación en contra de un gobierno, no hay tiempo para ideologías del ego. Llamé al pintor. Miré cómo le recorría un pequeño hilo de sangre por su frente. Unas personas nos dieron agua y otra nos grababa. No sé con qué fin. 

La tarde había llegado. Caminamos los tres por la Cevallos, hacia la Yahuira. Los policías en sus motos cerraban la calle. Descansamos en la acera hasta que subieran por la avenida. Al escultor también le habían robado. Volvimos a perderlo en el disturbio. Corrimos una cuadra más atrás, un grupo minúsculo provocaba a la policía, salimos dispersados hacia el Parque 12. El pintor escapó por el paso elevado, yo seguí de largo hasta llegar a la siguiente esquina. La policía nos rodeaba. Estaba en el peor lugar. En la siguiente esquina había una UPC. Y en la otra, motorizados. Me quité la camisa de la cara y la escondí lo mejor que pude para cruzar por medio parque. Caminé lo más rápido que pude hasta que encontré al escultor y a un amigo, J., sentados en una esquina, quienes me detuvieron. Llamé al pintor, que utilizó mi estrategia para escapar de la policía. J. tenía marihuana. Fumaron los tres. Moría de hambre, si fumaba, hubiera perdido fuerza y la noción de la situación. 

Regresamos al parque Montalvo. Un grupo político traía a su gente. Gente del MPD. Cada quien con sus ideologías. Nos sumamos. Adelante más conocidos, gente que odia la politiquería. Y los entiendo. Da asco la gente que hace las cosas por un fin único alejado de las necesidades del pueblo. Su discurso interrumpido por nuestras contradicciones. Todos agotados y molestos por la jornada. Llegaba el anochecer. Una piedra y se repitió la mañana. Salí corriendo hasta el parque Cevallos con el pintor. El escultor desapareció y J. reapareció después de unos minutos. 

Regresamos al parque los cuatro una vez más. La noche nos había alcanzado. Piedras y bloques tirados por todos lados en las calles. Un campo de batalla desigual. Nos sentamos al pie de la catedral. Un pequeño grupo no se rendía. Un encapuchado fastidiaba a la policía que se acercaba más. Nos habíamos unido a la pequeña multitud. La última carrera y desaparecieron. Todos estábamos agotados. Algunos, en lugar de escapar, decidieron conversar con la policía. A la final todos somos la patria. Y el Estado es un grupo de hijos de puta con terno y banda tricolor. 

El último escape: la policía intentando identificarnos por fotos. Decidimos salir del lugar y regresar a nuestras casas. El escultor volvió a desaparecer por última vez. 

La batalla de ideologías de un pueblo unido por la corrupción. Yo diría un país de ratas, ratones y rateros. Ratas, como los que robaron los celulares. Ratones, como la gente de la Casa de la Cultura, los del MPD o cualquier partido político o ente vinculado al Estado, que saca beneficio y recibe su parte del pastel por chupárselo al gobierno. Y rateros, como Nebot, Lasso, Cinthya Viteri, Correa, Lenín, los Bucaram y un sinfín de políticos que han saqueado la Patria en todas las direcciones y formas posibles. 

La vida de alguien como yo, en un país como Ecuador, nunca cambiará.

Carlos Aguayo. Humano de corrientes psicológicas y artísticas. Estudiante de Literatura en la Universidad de las Artes (Guayaquil).

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