Aniversario

Dayana Morocho

Ilustración: Luis Romero

El reloj daba las siete y treinta de la mañana cuando Gina despidió a su marido. Luego de asegurarse de dejar servido un plato lleno de tortillas y una gran taza de café con leche, se encaminó a las habitaciones. Cuando terminó de limpiar la sala, la secadora sonó. Tras colocar los pantalones en la secadora y las sábanas en la lavadora, se concentró en planchar y doblar cada camisa con suma delicadeza. Unos suaves pasos se escucharon en el pasillo.

«Mami», escuchó una suave voz. «¿Desayunaste?», preguntó Gina sonriendo. «Sí» respondió la voz. «Bien». Dobló la pequeña bata y se volteó encontrándose con el somnoliento rostro de su hija. «¿Qué tal estuvo?», preguntó. La pequeña llevaba una bata blanca similar a la que Gina planchaba hacía unos momentos. «No sentí su sabor», respondió la niña. «Eso es normal, supongo», dijo la mujer, acercándose. «Debes ir a ducharte, hoy es un gran día».

La niña ya se había metido a la ducha cuando Gina llegó a la habitación. Sobre la pequeña cama dejó el cambio de ropa para su hija, mientras ordenaba las demás prendas en los cajones. Poco antes del mediodía llegó su hermana a visitarla.

«¿Cómo te encuentras hoy? ¿Cómo amaneció tu marido?», preguntó la joven bebiendo de su café. «Estamos bien», respondió con una sonrisa. «Muy bien», comentó Gina, comiendo una galleta. «Las cosas han mejorado. Han pasado cuatro años después de todo». Una sonrisa se deslizó en su rostro. «Incluso me dijo que hoy, por ser un día especial, iríamos a comer a ese restaurante que tanto nos gustaba cuando éramos novios».

«Eso significa mucho. ¿Se encontrarán a las tres en el lugar de siempre?», preguntó su hermana, observando la hora en su reloj. «Sí, es nuestra tradición», dijo con una sonrisa. «Supongo que debes irte».

«Los niños están por salir de la escuela», respondió. «Mándales mis saludos», dijo Gina. «Deberían ir a casa uno de estos días», propuso. «¡Por supuesto!».

Cuando perdió de vista el carro de su hermana, Gina fue a la habitación de su hija. La pequeña llevaba puesta una bata blanca y se encontraba sentada frente al espejo, cepillando sus rizos castaños lentamente.

«¿Quién era, mami?», pregunto la niña. «Era tu tía», respondió. «Me habría gustado verla», dijo la niña. «Seguramente a ella también», comentó Gina. «¿Me pintarás las uñas?», preguntó a su madre. «Solo si tú me pintas las mías». La pequeña asintió y emocionada siguió a su madre hasta su habitación, donde pintaron sus uñas y maquillaron sus rostros.

«¿Ya es hora de ir con papi?», preguntó la pequeña. «Sí, cariño».

Bajó de la cama y revisó su bata. Era tan blanca como el primer día que la usó.

«Vamos, mami». Salieron de casa y subieron al pequeño auto. Gina se detuvo frente a una florería y compró un hermoso ramo de rosas amarillas.

«Mis favoritas». Acarició los pétalos. «Es hora de despedirse, mi cielo», dijo Gina. «Lo sé. Dile a papi que lo amo. Nos veremos en un año, mami».

Gina bajó con el ramo de rosas. Su marido la esperaba en la entrada, llevaba un traje holgado y una reluciente sonrisa adornaba su cansado rostro. Se besaron y caminaron tomados de la mano. Finalmente, se detuvieron frente a una lápida que rezaba el nombre de su pequeña y única hija.

«¿Te visitó?», preguntó colocando las rosas en la tumba. «Sí», respondió Gina. «¿Qué te dijo?»

«Que nos ama».

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