Ana María Crespo

Sus ojos son como dos pequeños puntos suspensivos sobre el rostro. La boca, menuda porción de labios y saliva, es casi imperceptible. Su voz es pausada y directa. El tiempo la ha marcado con arrugas y hendiduras. Se ve más vieja de lo usual, la espalda chueca por criar tantos hijos, las manos deshilachadas, pero en algún rincón donde no llega la luz, se esconde intacta.

Con treinta años ya era viuda. Su nueva pareja nunca fue una buena apuesta. Era un tipo más joven con la habilidad de gastar a chorros el dinero. Ella sabía de sus aventuras, pero mientras regresara a casa, no le importaba. Yo lo hubiese despedazado con mis propias manos si mis intentos de venganza no fueran más que imaginarios. Nunca tuve la sangre fría ni para aplastar una cucaracha, pero en mi mente apuñalaba, disparaba, molía a golpes a la gente me que revolvía el estómago.

Ella parecía inerte ante la traición. Cuando las cosas empezaron a desmoronarse, sus ojos se refugiaron en algún recuerdo alegre del pasado. Un día él dejo de venir a casa, ella me dijo que había muerto. Le guardo luto por siete meses exactos.  Desempolvó del closet el atuendo oscuro de su madre y lo utilizó cada día sin falta.

Sobre la cómoda reposaban las fotos familiares, antiguas y desteñidas imágenes que no tienen ningún sentido, ni le evocaban emoción alguna. Flores de plástico llenas de tierra, pastillas para el dolor de cabeza y el estómago, muñecas de trapo con los ojos muertos.

Ella continúa obsesionada con las imágenes. Esa mirada severa no ha cambiado mucho. Su boca rígida dibuja una mueca apretada sobre el papel fotográfico. No sonríe nunca.

No sé por qué se me llena la cabeza de palabras antes de dormir. Invento excusas para no visitarla, es la maldita verdad. Hay un aire viciado circulando de un extremo al otro de la habitación. El tiempo parece detenido en cada uno de los objetos. Su cuarto tiene una ventana al final y una cama donde nadie duerme.

Debo visitarla, en eso también pienso antes de cerrar los ojos, pero en la mañana estoy como nueva. Luego, recuerdo fragmentos de nuestras conversaciones y siento una urgencia que no sabría cómo describirle al doctor. Pero casi siempre encuentro la manera de volver a olvidarme que existe.

Suelo pasar muy cerca de su casa y hasta me paro en la esquina a mirarla un rato. La ventana está despejada. No necesito cerrar los ojos para imaginármela allí, inmóvil sobre su cama. Esos días son difíciles. A veces, consigo no pensar ni un segundo en ella, pero se me aparece en los sueños y me abraza fuerte. Entonces debo armarme de valor e ir directo hacia su casa. La última vez logré aguantar un par de meses. No sé cómo lo hace, pero me llama. Solo voy para descubrir que su parálisis ha empeorado y que alguien le ha ayudado a colocar nuevas fotografías sobre su cómoda. Las fotografías retratan diferentes versiones de mí, hay unas donde uso uniforme u otras donde estoy puesta un par de patines, lo importante es un pequeño detalle: en ellas siempre está tomando mi mano.