La poiesis de asumir el dolor que venimos siendo

Ilustración de Cristina Moscoso
Ig: analoga.a

Olmedo Guerra

La poesía significó para mí un portal hacia el lenguaje de vida de otrxs sujetxs. Podría decirse que me convertí en poeta porque no pude ser futbolista. Esto quizás no sea una confesión: antes de mis catorce años siempre fui humillado por mi feminidad. Diría más, por mi sensibilidad. Cuando fui consciente de que no sabía jugar fútbol y que quería convivir más tiempo con mujeres que correr detrás de un balón, también entendí que en el contexto de mi cuerpo yo no sabía —ni quería— ser hombre. Frustración, dolor, desentendimiento con mi propio cuerpo. 

Cuando accedí a la literatura por primera vez me vi inmerso en una historia desconcertante sin un final feliz. Esa posibilidad de asumir un final no-ideal rompía con mi idea de lo que debía ser el futuro, de lo que debían ser nuestras vidas perfectas. Comencé a escribir para purgar mi dolor. Pienso en poetas que me gustaban mucho. De Sor Juana tomé la rabia hacia los hombres, de Alfonsina Storni, mi ya vigente amor por el mar, de León Felipe el canto a un país que es herida, y de Reinaldo Arenas el dolor que significa luchar por habitar un cuerpo maricón. Asumirme poeta era asumirme imperfecto, pero sobre todo, hacer visible esa herida y adorar a lxs heridxs que cayeron en esta lucha por el lenguaje que es la poesía. 

La escritura y la lectura se convierten entonces en un vicio y un placer, pero también en un castigo y una ideología. La ideología del poeta maldito nunca falta en lo que Roberto Bolaño llama un lector desesperado, generalmente de edad adolescente. Cuando entras en el personaje, no cabe duda que asumes el destino de tu cuerpo: el suicidio y el dolor tiene que ser el mayor homenaje a tus adorados muertos. Escribir es un rito a los muertos. Pero si envuelves en muerte a tu capacidad de creación, ¿qué le sucede a tu cuerpo que también es una extensión de unxs otrxs? 

La tercera confesión de este texto (la segunda está implícita, ¿no?) es que los árboles, las montañas, el mar y los ríos me compartieron bondadosamente de su templanza. Los animales, de su inteligencia. Comencé a entender que mi cuerpo no era solamente una bolsa de órganos que habitaba un espacio físico inconfigurable. Literariamente le vamos a llamar el giro whitmaniano o giro vitalista. Pero quienes me aportaron el valor hacia las luchas de los seres humanos que no desprecian su cuerpo fueron mis padres, mis amigas, amigos y amigues, y las poetas feministas. 

Cuando leí los poemas y testimonios de la antología Este puente mi espalda, y a las poetas Audré Lorde y Aida Cartagena Portalatín encontré unas vivencias que enuncian claramente por qué importan nuestrxs cuerpxs. En Aida Cartagena Portalatín hallé las voces de mujeres como mi abuela y hasta mi madre. Mi abuela murió cocinando para todos los sobrinos e hijos que vivían en su casa. Su sazón no era de este tiempo: ella hacía las balas de verde con pescado como si sus manos hubiesen heredado el don de unos seres de más atrás. Quizás de su piel mulata de mujer esmeraldeña, de mujer doblegada ante un esposo machista que no le permitió seguir ejerciendo su profesión de educadora. Mi abuela sabía hacer con sus manos en la cocina y en las aulas lo que yo frente al papel y la escritura con la poesía. Eso es la poiesis, ¿no? La magia de nuestras manos, abuela. En una ocasión soñé que le contaba que soy maricón y ella solo guardaba silencio. Para mí, ese fue un silencio de comprensión. Asumir el dolor de mis cercanxs como el mío propio significó situarme en un lugar en los territorios que he habitado. A lxs poetas, los sigo amando, pero ahora sé que el dolor de mi gente importa tanto que no es posible dejarnos morir por una tristeza ideologizada de herencia occidental. Porque sí: la ancestralidad de la literatura no nos pertenece a los pueblos que habitamos por debajo del trópico de Cáncer.

Las poetas feministas me dieron la oportunidad de repensar el lugar desde donde enunciamos que, a pesar de que nos duele, queremos seguir viviendo. A muchas de estas poetas no se las considera como tal por no formar parte de la herencia simbólica facilitada por la poética occidental y tener un lenguaje, digamos, más concreto. Esto es una pelea desde el lenguaje por nuestra autodeterminación. Su poiesis vive en todas las cuerpas feminizadas que un día se ven en el espejo y encuentran los rasgos de su madre, de su abuela, de sus hermanas y comienzan a hundir los dedos en las llagas producidas por negarnos a ser hombres. Solo digo: no olvidemos que lxs sujetxs kamikazes son una producción del Estado contra la voluntad de los cuerpos. Así, yo no quiero ser un poeta-producción-performática-de-algo-más. Mis manos y mi cuerpo no son una bomba de tiempo. Yo soy maricón porque hubo mujeres en mi vida más fuertes que cualquier imposición del verbo. 

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