La casa

Ya no sé hasta qué punto soy memoria o fabulación. Mis recuerdos son como fotografías que han naufragado en el mar. Las recogí un poco descoloridas y ahora veo una fachada a medias, a veces azul, a veces amarilla.

He llamado a muchos lugares habitación o casa. Solo a uno he llamado hogar.

La casa

Nicole Coronado

Guarda el vestigio de las casas pasadas, lo revela una mezanina que solía ser un altillo. No te voy a llevar ahí porque nadie debería entrar en la habitación de un muerto, aunque debo confesar que a veces, presa de curiosidad, entro de puntillas, camino despacio y trato de no perturbar. De vez en cuando entro para visitar al único librero de la casa.

Miro los libros.

Ellos me miran.

Me pregunto qué esconden. Sé que algo esconden.

Me voy.

La casa por fuera es como cualquier otra, pero por dentro tiene las dimensiones de un castillo con un laberinto de puertas y pasillos que me lleva a veces a los mismos lugares. Juego a las escondidas conmigo.

En la sala suena el piano que nadie toca. Una casa no debería estar nunca tan vacía. Vidrieras ubicadas en los extremos de la sala guardan pequeños muñecos de porcelana, la mayoría son niños y casi todos están felices. Yo no siempre estoy feliz. Se miran todos a través de los espejos ubicados al fondo de sus respectivas vidrieras, un espectáculo espeluznante que solo existe cuando estoy en medio de ellos.

De día los niños de porcelana no me causan gracia. Los ventanales de la casa dejan que la luz se pasee porque el lugar y las cortinas color crema son traslúcidas. Mi tristeza está completamente fuera de tono.

De noche es otra historia.

Las noches de lluvia en las que los niños no tienen nada nuevo que contarme me quedo mirando los cuadros: un árido paisaje con un cactus y el alba a la izquierda; una manzana y una luna menguante a la derecha. Son las pinturas del salón principal. Hay unos pequeños cuadros, discretos en paredes ignoradas, que muestran pequeñas aldeas mucho más acogedoras que aquellos paisajes desolados.

Me gusta llevar registro de los objetos perdidos en la casa: media baraja del tarot egipcio, un joyerito que guarda un nacimiento miniatura cuyas piezas miden menos de un centímetro, un par de juguetes de antaño, un buda sonriente, una lámpara de una madre sosteniendo un jarrón para que se bañe su hijito.

Durante mis primeros años en la casa no solía quedarme mucho tiempo en la terraza porque el camino al altillo estaba bloqueado por un perro muy grande. El perro murió de viejo y desde entonces me acerco a las escaleras de metal oxidado que ocultaba, tratando de evitar los agujeros para no caerme al patio del primer piso. Todo está muy desolado acá arriba y me siento a ver el límite de mi pequeño mundo.

2 comentarios

  1. Gracias por este texto. Pensé muchísimo en Gastón Bachelard cuando dice que los espacios que se habitan tienen noción de casa, pero me trae recuerdos a la casa de mi abuela (odiaba ir)

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