Los mapas que transitamos

Noelia Mantilla


En un principio esto no pretendía ser un homenaje a la trayectoria de María Galindo, sino una reflexión a propósito de su taller en Interactos 2019: La calle mi casa sin marido, mi trabajo sin patrones. Pero quizá lo sea, y tal vez sea así debido a su pertinencia. Su trabajo como artista y activista ha transitado y trascendido espacios de toda índole porque las lógicas de los mismos constituyen una de sus principales preocupaciones. Tales espacios abarcan formatos y materialidades diversas: van desde la plaza pública, la calle, los medios, las iglesias, etc., y de forma análoga también las mesas de las familias tradicionales a las siete de la noche, los libros que nos niegan, los cuerpos que habitamos. Es así como en su obra No se puede despatriarcalizar sin descolonizar (2013) Galindo abrió la puerta a una discusión epistemológica a partir de la influencia del poder de la Iglesia y el Estado en la configuración de la(s) identidad(es) y cómo esta(s) opera(n) de formas específicas en las mujeres, de acuerdo a su contexto y una serie de complejidades. Lo cierto es que dichos contextos abarcan más que delimitaciones geográficas y fronteras físicas; tienen mucho que ver con todo un sistema de creencias y tradiciones tan arraigadas en nuestra cotidianeidad que es difícil poner el dedo en la llaga. Sobre todo, cuando esta parece no estar en ninguna parte visible de nuestros cuerpos.

Es justamente identificar la llaga lo que Galindo hace muy bien y en el proceso muestra las suyas, aquellas que han plagado su subjetividad durante gran parte de su vida y le han motivado a indagar y poner en evidencia cómo la opresión se manifiesta de forma violenta y no siempre silenciosa.  Cómo las lógicas de disciplinamiento se evidencian en la arquitectura urbana y ciertos discursos de tolerancia que disfrazan una agenda homogenizadora que responde a valores opresivos con siglos de antigüedad. Sin embargo, los mecanismos de opresión en el contexto latinoamericano dan la sensación de ser producto de una mezcla de temporalidades en donde parecen ser los mismos desde antes de la colonia y a la vez muy contemporáneos.

En el trabajo de Galindo, ya sea personal o como parte del colectivo Mujeres Creando (1992), se manifiesta una necesidad de resistir, de responder a algo más grande que uno y que al mismo tiempo está muy adentro: los moldes que nos formaron en algún momento y que a veces aun nos cuesta desechar. Esta necesidad fue muy palpable en una de las obras presentadas por el colectivo en el marco de La Intimidad es Política (2017), una muestra de arte feminista curada por Rosa Martínez. En ella se expuso el ya famoso “Milagroso Altar Blasfemo”, en donde se utilizaban los símbolos propios del catolicismo para cuestionar sus mismas lógicas de dominación. Fue (con plena consciencia de lo efímero de esta palabra) de esas obras cuya trascendencia está también relacionada con el potencial que tiene para ser censurada. En ciertos espacios, la obra reclama ser mirada, no pide permiso para interpelar al espectador y el impacto de aquel mural se manifestó de formas tan reales e innegables, pero tan disímiles entre sí, como las voces que se pronunciaron al respecto. Hubo quienes escucharon sobre él, pero jamás alcanzaron a verlo con sus propios ojos porque no se encontraban cerca, así como también hubo quienes no quisieron verlo porque atentaba contra sus verdades más dolorosas.

En ese sentido es necesario recordar que estas dinámicas nos son ajenas a quienes no han crecido con algún tipo de formación religiosa. El contexto en el que nos ubicamos está plagado y construido a partir de las mismas normas restrictivas de la moral cristiana, aunque nuestros Estados se proclamen laicos, y eso nos atraviesa a todos en diferentes niveles. Lo cierto es que la discusión acerca de la historia con mayúsculas es siempre una discusión sobre la identidad.

El tipo de trabajo que hace Galindo y artistas como ella nos motiva a repensar y revertir los símbolos con los que crecimos casi cada ciudadano de América Latina, los símbolos que llevamos dentro durante años, que nos atravesaron y hemos escupido, no sin dolor, no sin vergüenza. Pensar la historia con mayúsculas es pensar en todas las historias, y es que todas son tan íntimas y van desde aquellas tardes frente a los altares en las casas hasta las grandes catedrales, y quienes te gritan el lugar que tendrás en el infierno cuando sales a marchar por “esta moda de andar abortando”. En ese sentido, parece necesario reiterar aquellos trabajos pendientes, las luchas que nunca acaban, el repensar las historias, individuales, locales, cómo funcionan en base a y a partir de ciertos de espacios, pero también repensar dichos espacios y resignificarlos. Que esas nuevas narrativas entren en función de quienes las necesitan y, sobre todo, quienes las vivan. Que el arte y el activismo vayan de la mano depende de los lugares donde circulen, pero, sobre todo, de los lugares donde surjan.


Extracto de una conversación entre señoras durante una fiesta de cumpleaños de la sobrina de una de ellas.

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