Carla Caravedo
No poder escribir. Saber lo que quiero decir, pero no saber por dónde empezar. Sentir que en realidad no tengo nada nuevo que decir. Sentir que no puedo decir nada de forma más interesante que otros. Escribir una línea. Borrarla. Releer obsesivamente todo lo que he escrito. Darme cuenta de que extendí demasiado lo que se suponía era una introducción. Borrar la mitad de lo que he hecho, que igual no es mucho. Tomarme una pausa. Volver a empezar. No empezar. La casa lleva quince años siendo pintada del mismo color, un terrible tono que la fábrica de pintura etiqueta como «Blanco antiguo». Antes de eso, las paredes y el piso solo habían conocido el gris del concreto. Pero tengo el recuerdo de mi madre cepillando el suelo con insistencia, intentando quitar todo rastro de tonalidad cizenta. Y el de padre instalando dos grandes lámparas en cada habitación. Estoy segura: padre fue el provocador, el foco infeccioso que contaminó nuestras vidas.
empezar. No empezar. La casa lleva quince años siendo pintada del mismo color, un terrible tono que la fábrica de pintura etiqueta como «Blanco antiguo». Antes de eso, las paredes y el piso solo habían conocido el gris del concreto. Pero tengo el recuerdo de mi madre cepillando el suelo con insistencia, intentando quitar todo rastro de tonalidad cizenta. Y el de padre instalando dos grandes lámparas en cada habitación. Estoy segura: padre fue el provocador, el foco infeccioso que contaminó nuestras vidas.
No poder escribir. Saber lo que quiero decir, pero no saber por dónde empezar. Sentir que en realidad no tengo nada nuevo que decir. Sentir que no puedo decir nada de forma más interesante que otros. Escribir una línea. Borrarla. Releer obsesivamente todo lo que he escrito. Darme cuenta de que extendí demasiado lo que se suponía era una introducción. Borrar la mitad de lo que he hecho, que igual no es mucho. Tomarme una pausa. Volver a empezar. No empezar. La casa lleva quince años siendo pintada del mismo color, un terrible tono que la fábrica de pintura etiqueta como «Blanco antiguo». Antes de eso, las paredes y el piso solo habían conocido el gris del concreto. Pero tengo el recuerdo de mi madre cepillando el suelo con insistencia, intentando quitar todo rastro de tonalidad cizenta. Y el de padre instalando dos grandes lámparas en cada habitación. Estoy segura: padre fue el provocador, el foco infeccioso que contaminó nuestras vidas.
Documento 3. Archivo. Guardar como. Esqueleto para el tercer capítulo. Escritorio. Tesis. Adelantos. Guardar. Cerrar. ¿Me servirá todo esto?
Pedro baila frente a mí. Su cuerpo descoordinado. Sus grandes audífonos. El silencio de la biblioteca. Libros que siempre toma del mismo estante. A veces pienso que él trabaja el doble que yo. ¿Y si ambos pensamos lo mismo?
No podría decir en qué momento comenzó todo, esta enfermedad ha ido tomando forma con el pasar del tiempo. Cuando las paredes eran grises y no teníamos dinero para cambios, padre casi no pasaba en casa. Por aquel entonces tenía un trabajo que apenas y le daba tiempo de prestar atención a cuestiones domésticas. Mamá, por su parte, era presa de esa jornada doble impuesta a las mujeres modernas: trabajar por la mañana, limpiar por la tarde. Pero desde que padre instaló su taller en casa se convirtió en una suerte de supervisor familiar. Entonces las reglas cambiaron: las luces encendidas, las puertas abiertas, el silencio, siempre.
Avanzo lentamente por un párrafo sin lograr entender lo que leo. Durante el último año, mi capacidad de prestar atención ha mermado considerablemente. Tengo diecisiete pestañas abiertas. Uno: Carpeta «Bibliografía» en Google Drive. Dos: «Pablo Palacio: violencia corporal sobre las identidades imposibles en la zona de los Andes». Siete: Miley Cyrus y Liam Hemsworth. Ocho: Sinónimo de distinguir. Once: «El muchacho de los ojos tristes». Hambre: cada dos horas. Cerrar. Cerrar. Cerrar.
No podíamos mis hermanos ni yo dar rienda suelta a la imaginación sin que él, con su tono seriote, dijera: «¿En qué piensas tanto? A mí me preocupa cuando te pones así. Me da miedo no saber lo que pasa por tu cabecita».
Cada noche prometo que me quedaré despierta y que escribiré tres páginas. Miento. Duermo mucho.
Una vez pinté una de las paredes de mi habitación de un color distinto. Cuando padre se dio cuenta me miró indignado y dijo «deberías consultarme estas cosas».
Pedro camina media cuadra delante de mí. Entra a la biblioteca. Lo alcanzo en el ascensor. Me mira con sorpresa. No hablamos. Creo que lo he descubierto llegando demasiado temprano. Duerme poco. Nos quedan un par de semanas para terminar.
Me he ido despojando de mis muebles y de mi ropa. En mi habitación hay una cama y un librero. Las paredes blancas. Las sábanas blancas. Las cortinas blancas.
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