Relato de un hombre camuflado

Ana María Crespo

Cuando los cogíamos, les dábamos una golpiza y hasta les metíamos corriente. De ahí los entregábamos a la policía o sino los dejábamos botados por la ladrillera, más allá de la entrada de la ocho.  Así no les quedaban ganas de regresar a las calles.

 Pero me tocó pasar tres días encerrado en el CDP por retener a un hijodeputa que le robo la billetera a un amigo. Lo golpeé justo en la garganta hasta que empezó a retorcerse. Cuando estaba en el piso le hundí la nariz a patadas.  A la policía no le gustó que hiciera su trabajo, a pesar de que me identifiqué y que también usaba uniforme. Nos odiaban, decían que solo sabíamos matar.  Con ese rollo de los derechos humanos tuvimos que frenarnos un poco. Después de eso, mi caridad expiró.

A los militares les roban igual que a la gente de a pie. Algunos fingen que es cosa de los medios de comunicación, pero el colapso se puede oler a kilómetros. Yo, que soy del suburbio, sé cómo cuidarme solo. Pero las botas y el traje de camuflaje, son puro disfraz si nunca le has partido a golpes la cara a alguien.

Lo que me han enseñado los noticieros con unas cuantas horas de snuff, es que la gente con o sin uniforme se desploma rápido cuando la curten a balazos. Algunos caen, se levantan, tambalean, como queriendo tomar un segundo aire y justo cuando hacen que el espectador se encariñe con ellos, se desploman sin más.  Si me dejan elegir como morir, elijo la bala, pum, un solo disparo en medio del pecho. Nada de desangrarse lentamente o de pedir que llamen una ambulancia o de dejar recados con desconocidos.

 

 

 

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