Por: Nicolás Esparza (@nicolasesparza_ )
A mí mismo =)
El fama considera al cronopio. Nunca hablará hasta no saber que sus palabras son las que convienen, temeroso de que las esperanzas siempre alertas no se deslicen en el aire, esos microbios relucientes, y por una palabra equivocada invadan el corazón bondadoso del cronopio. —Afuera llueve —dice el cronopio. Todo el cielo. —No te preocupes —dice el fama. Iremosen mi automóvil. Para proteger los hilos. Alegría del cronopio Julio Cortázar
Me volví adulto el día en que me gustaron los vegetales. Antes de aquel día, las tentativas de comerlos en diversos platos, a diferentes horas del día no fueron fructíferas. Desde hacía tiempo que venía sospechando mi transición, puesto que últimamente había estado haciendo la cama luego de despertar, lo que es poco usual en mí. Y, además, había empezado a sentir culpa sin razón aparente los domingos por la noche.
Debo aceptar que el paso final de transición me cogió con poca sorpresa. Yo estaba sentado solo a la mesa, jugando con los frijoles y los pimientos, revolviéndolos como quien revuelve la plastilina y queda igualmente insatisfecho con el resultado de la mezcla. La ventana del comedor estaba abierta, por lo que la bulla y los colores de la tarde que muere se metían a través de ella, regando en mí el vaso de la curiosidad que yo ya tenía rebosando en mi cabeza. No pude más. Dejé los pimientos y los frijoles botados sobre la mesa y salí corriendo de casa, sin parar, presintiendo algo que no alcanzaba a definir muy bien. Corrí hasta estar tan cansado que no pude ni asustarme cuando lo vi.
Él estaba en la esquina al final de la calle, acostado, desnudo, desnutrido, descobijado, desdentado; desprovisto, en suma, de toda cualidad positiva humanamente posible. Él hablaba solo, cuestionándose. Yo apenas podía respirar de lo cansado que estaba. Se levantó, me observó, se acercó más y estudió mi cara con detenimiento. Yo solo atinaba a secarme el sudor de las sienes. Después de darse él mismo un gesto aprobatorio, me lamió la cara, me abrazó como si me conociera desde alguna vida anterior y procedió a sentarme en el piso mientras él, parado, me revisaba la cabeza en busca de piojos. Sus palabras eran ininteligibles y dichas con un aire pesado, como en trance. Después de acicalarme, me sentó a su lado sobre un cartón en el que, me explicó con gestos, solía dormir. Sacó algo de hierba de debajo del cartón y armó un porro. Aspiró largamente y me lo pasó a la boca. Le dije que nunca antes había fumado y me enseñó a hacerlo. Sus palabras comenzaron a tener sentido conforme los minutos pasaban. Supe que lo había comprendido todo cuando me invadió una lejana nostalgia que aún no alcanzaba a sentir mía. Me invitó a estar descalzo y pensé que sería descortés rehusarme, así que lo hice mientras cada uno fumaba ya su propio porro. No estoy seguro de cuánto tiempo pasé a su lado, pero luego de unas horas —o a lo mejor minutos— nos paramos y caminamos con dirección a casa. Fui descalzo, naturalmente, pues no me sentía de humor ya para ponerme los zapatos.
Al llegar, él se sentó en la vereda a esperarme mientras yo subía las escaleras al interior de casa. Fui a mi cuarto y empaqué mi ropa. La doblé con cuidado pues no quería que se arrugara. Metí calzoncillos, camisetas y zapatos. Metí medias y muchas, en los zapatos, en los boxers, en los bolsillos. Aproveché la mayor cantidad de espacios que pude. Saqué mis fotos de toda la vida y las guardé en sobres individuales, para poder recordar cada una de las fiestas que había tenido hasta ese entonces y sentir nostalgia. Cogí mi juguete favorito, pero opté por dejarlo allí. En su lugar, empaqué El Principito, por ser el primer libro que hallé a la mano, y un cuaderno para tomar notas. Fui al comedor y cerré las ventanas. Comí sin gusto verdadero los pimientos y frijoles ahora fríos, mientras escuchaba las noticias en la radio, por primera vez en la vida. El diario matinal anunciaba un incremento en la canasta básica. Lavé los platos y rompí uno. Limpié la mesa y salí a verlo.
Afuera, fumamos un último porro. Me abrazó para despedirse. Yo me sentía agradecido. Le di mi ropa entera en la maleta. Yo me quedé con las camisas blancas y pantalones de tela, pues sabía que eran útiles para toda ocasión. Él me dio el diario del día, incluidos los clasificados y nos fuimos, cada cual por su lado, como para nunca más encontrarnos. Salí a buscar mi primer trabajo para formar una familia con la cual comer vegetales cada noche. Porque sí.
Nicolás Esparza (@nicolasesparza_ ). Narrador, acaso poeta; docente de Literatura en nivel medio; estudiante de Literatura en la Universidad de las Artes; autor de YOSOYELMAL (Dadaif cartonera, 2017), aparece en la antología Despertar de la Hydra: antología del nuevo cuento ecuatoriano (La Caída, 2017), y Ataúd en llamas. Testimonios de escritores en el Guayaquil de la pandemia (Mecánica Giratoria y UArtes Ediciones, 2020), también en revistas de literatura, como Tangente, Letralia y Rocinante. Antisistema. Miembro impúdico de La Cofradía.
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