Todo queda ahí

Antonio Acosta Mussó


Cuando era niño, y acompañaba a mi abuelo a misa todos los jueves, veía con frecuencia animales muertos en la acera del colegio. Tenía doce o trece años. Encontraba palomas muertas, como dormidas; otras con las alas abiertas y parcialmente rotas. Gatos con la trompa abierta y el estómago hinchado; unos supuraban por la autolisis y otros parecían momificados por el tiempo y los insectos, bien conservados en lo que la muerte puede ofrecer. Algunos perros también lucían así. Llegué a ver ratas que se debatían entre retorcerse o correr. Mi abuelo, veterinario, acostumbrado a la muerte animal, apenas los veía. Pero yo necesité escribir sobre esto; culpaba a dios y su injusticia, culpaba a los adultos por su abandono, y me culpaba a mí por permanecer impasible. Sin embargo, no lo logré. Borraba lo que hacía, rompía las hojas o simplemente lo olvidaba. Llegué a intentarlo cada jueves que me topaba con la muerte, hasta que un día simplemente lo dejé.

Cuando me pidieron escribir sobre la crisis del proceso creativo pensé que esta vez no sería difícil: es algo que todo el mundo ha enfrentado. En mi caso, al momento de escribir. A pesar de que quisiera considerarme escritor (y por eso estudio literatura), escribo menos de lo que debiera, muchas de las veces porque no encuentro inspiración o no estoy lo suficientemente aburrido para sentarme a escribir un montón de cosas que ni yo leería.

Comencé mis estudios literarios pensando en la novela como mi fuerte; escribía sobre utopías y varios temas que entonces consideraba historias de verdad. Novelas de ficción, de romance, de terror… Sin embargo, dentro de la universidad dejé de escribir novelas. Al principio me justificaba con no tener tiempo, una excusa que me sirvió por dos semestres. Luego me convencí de que no era lo mío, no lo conseguía. Cada vez que me siento a escribir la cabeza se vacía de todas las ideas. Solo una permanece: fracaso.

En el tercer semestre comencé a jugar con la poesía. Al principio funcionó, escribir poesía me resultaba fácil. Líneas sin sentido, mal formuladas, párrafos absurdos. Mis ideas son simples: religión, cosas de mi homosexualidad y más religión. Escribía poemas con la misma temática y solo le cambiaba las palabras, el orden tal vez, y funcionaba. Dos o tres personas leyeron mi poesía, no más. Es mejor así. No fue hasta el cuarto semestre que entendí que la poesía tampoco sería mi fuerte. Ya no lograba escribir con la misma fuerza. Mi homosexualidad se me había hecho cotidiana en la poesía, al igual que la esquizofrenia en las novelas.

El quinto semestre fue el peor de todos. Reescribía para recobrar inspiración: sistemas capitalistas que me había inventado, iglesias de tres paredes, personas que fingían sus muertes y enfermedades; quería recuperar mis novelas. En la poesía recorté la cantidad de párrafos: siete serían mi límite. Cambiaba palabras por otras menos rebuscadas; procuraba un sentido y terminaba alterando el sentido original. No funcionó. Las novelas quedaron ahí, los poemas quedaron ahí. No escribí nada nuevo.

Para el sexto, en uno de los cursos intensivos, comencé a escribir cuentos. Sería este mi fuerte, pensé. De ahí salieron varios textos que me habría gustado publicar, pero salieron todos a la vez y ahora no me queda nada.

Hoy viajo por la sierra y pienso que ensayar sobre la crisis podría ser una buena idea. Tal vez la repetición de la naturaleza despierte mi creatividad y me sirva como punto de inflexión para escribir algo creativo. Pero aquí estoy, sin saber qué escribir, esperando que esto sea suficiente y no saber nada más.

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