Analy de la Vera Villacís
Ahora sé que tiene dificultades visuales, lo que significa que probablemente no soy ni siquiera una mancha del otro lado del vidrio. Llevo días pensando en él, preguntándome cómo sería quedarse ciego en el agua de un minuto a otro. Me acompañaba un amigo, juntos lanzábamos teorías al aire sobre esos ojos particulares que parecían observarnos a los dos al mismo tiempo, pero que también podían no estar viendo absolutamente nada. Más que diferencias, he ido encontrando muchas similitudes con esos peces, la más importante es la de la ceguera. Gracias a varios portales de internet descubrí que se llamaban peces telescopio y que la luz les afecta muchísimo. La esperanza de vida de los peces telescopio—dentro de una pecera, dato no especificado por su obviedad, pensé— es de hasta diez años y quien decidía criar este tipo de peces, debía considerar el lugar en el que los iba a ubicar porque con las cantidades inadecuadas de luz, podrían quedarse ciegos en un lapso de dos años. Pensar en ello me problematizaba mis propias posibilidades de ceguera ya que alguien con miopía espera que se detenga en algún momento, porque el hecho de que incremente progresivamente produce miedo.
La miopía llegó a mí cuando aún estaba cursando la escuela. En ese momento me recomendaron lentes de lectura y mantener una distancia prudente con las pantallas. Los primeros lentes que tuve fueron color rosa barbie. Los padres no suelen tomarse muy en serio lo de los lentes cuando son solo de lectura, por lo que estos desaparecen en algún momento sin que nadie se percate. Los siguientes fueron negros y me los compraron cuando cursaba el primer año del colegio. Recuerdo que estando en clases de lengua y literatura, la profesora colocó ejemplos en el pizarrón y yo no podía ver más que borrones. Por rumores sabía que la profesora se enojaba con facilidad y sentí miedo de que ella me llamara al pizarrón, y comencé a llorar en silencio. La mezcla de las lágrimas y del miedo, supuse, me permitieron ver lo justo para copiar los ejemplos. La verdadera tragedia vino después, cuando supe que la miopía estaba avanzando y que los lentes ya no eran un accesorio, estos adoptaron la función que mis ojos se negaban, año tras año, a realizar.
Mi mamá disfruta contar sobre las veces que viajábamos a la playa en los tour que ella organizaba. Mi hermano mayor cuando era niño tenía miedo de las olas, aunque estas fuesen pequeñas, por lo que necesitaba que alguien estuviese cerca de él todo el tiempo; en cambio a mí tenían que sacarme del agua a fuerza porque yo estaba muy a gusto en el mar. De aquellos años recuerdo que siempre intentaba ver debajo del agua, pero resultaba imposible porque estaba sucia. En esos años me emocionaba escuchar debajo del agua, sentir cómo golpeaba contra el tímpano de mi oreja, revotaba y volvía, formando un ciclo. No era lo mismo para los peces, ellos no tienen tímpanos, aunque si algo muy parecido que transmite vibraciones sonoras. Los sonidos en el agua se alargan y la distancia que recorre puede ser mayor a la que recorre en el aire, pero a mí me interesaba lo envolvente del agua, me daba la sensación de que no había nada fuera más que el agua misma y los sonidos lejanos que me llegaban eran como la música ambiental de los ascensores. Tal vez de esa forma se sentía ese pez, que nos miraba de frente, sin moverse, mientras a nuestro alrededor se desataban carcajadas.
Su espacio se limitaba al borde visible de la pecera —la pecera se encuentra junto a una pared, escondida entre dos muebles—. Admiré los movimientos suaves, gráciles, lentos de su cola-pétalos-de-orquídeas. Hacia arriba, hacia los lados y hacia abajo, eran tan grandes que los peces telescopio podían esconderse dentro de ellas. Cerca de la unión de la cola con el cuerpo del pez, el color naranja formaba un leve degradé hacia el rosa pálido para finalmente dar paso a la leche, casi transparentes. Aquellas colas no podían moverse rápido porque fueron hechas para ser vistas y admiradas, para formar pequeños fragmentos de la orquídea sin ser la orquídea misma. Quizá si mis lentes hubiesen sido del color de las colas de este pez telescopio, mi relación con el color rosa podría ser mucho más amena.
Se nos cruzó otro pez, un goldfish cuyas escamas eran de color naranja concentrado y cuya cola plana y corta, se movía sin gracia porque su función era la eficacia del animal. El pez telescopio lo ignoró aun más de lo que parecía estar ignorándome a mí. Ese goldfish tenía más esperanzas de vida, me dije, porque se mueve rápido y puede ver el alimento cuando cae. El pez telescopio bajaba hacia la base de la pecera de vez en cuando, buscando entre las piedras de decoración restos de comida. Se abría paso con sus mismos ojos, sin miedo a que sus corneas cóncavas explotaran y yo temía por ellas. Juntaba las manos a modo de rezo esperando que esas piedras fuesen lisas. Casi podía ver la masacre ocurriendo, el agua mezclándose con sangre y los ojos reventando uno por uno, como si se tratara de un campo minado en el que caía una pluma y se desataba una serie de explosiones imposibles de detener. El único sobreviviente en ese mar de Edipos era el goldfish, quien, sin saber lo que había ocurrido, procedía a comerse los restos de los ojos de los peces telescopio.
Con esta escena en mente recordé que yo también tuve peces. Improvisamos una pecera con un bold de cristal en el que nadaban cuatro peces pequeños de colores. Otros animales que circularon por mi casa acapararon la atención, y los peces pasaron al olvido. Uno de los que más recuerdo es un sapo grotesco y grande que ocupaba el desagüe de mi casa todas las mañanas. Años después este anfibio desató una de mis mayores fobias. También tuvimos dos gatos, uno de ellos dejó de llegar a casa, por lo que pensamos que había muerto, pero de repente volvió, y al día siguiente el otro gato desapareció; finalmente el gato-hijo-prodigo, también desapareció. Mi mamá y yo concluimos que estos acontecimientos se debían a que ambos eran cabecillas de dos pandillas enemigas. Tuvimos incluso tortugas pequeñas y caracoles gigantes que duraron con nosotros menos que un micrograma de Jorge Carrera Andrade. En unas vacaciones acompañé a mi tía a Ambato y a mi regresó mi mamá me contó, emocionada, que teníamos una iguana pero que no podía verla porque vivía en el árbol, a la entrada de la casa. Sé que el imaginario dicta que los árboles en Guayaquil son pequeños, pero el que teníamos nosotros era tan grande que las raíces levantaban el piso de manera casi imperceptible. La iguana vivió con nosotros alrededor de seis años, pero yo solo la vi en dos ocasiones. A pesar de que todos estos animales atravesaron sigilosamente mi infancia, nadie fue tan sigiloso como los peces.
Llevábamos varios minutos viendo la pecera y comencé a obsesionarme con los ojos del pez telescopio, que me mantenían en la incertidumbre de si realmente me estaba viendo. No era posible para él entrecerrar los ojos como lo fue para mí en ese primer año del colegio, tampoco podía llorar y ayudarse con las lágrimas para reconocer la sombra del otro lado del vidrio. Mi consejo no le servía, él tendría sus propios métodos, me dije. Sin darme cuenta, me acerqué mucho a la pecera, tenían sus ojos justo al frente pero mirábamos nuestros propios reflejos. Nos era imposible ser el otro, entender los ojos del otro y sentir apego por el otro, aun cuando compartiéramos la posibilidad de la ceguera. Entonces me pregunté qué se sentiría arrancarle uno de los ojos. Parecía no ser suficiente que toda la pecera fuera un campo minado, quería llevar la acción a mi boca y presionar entre mis muelas aquellas canicas que desde el primer momento me parecieron más bien grotescas. Quería aplastarlas en un movimiento rápido y decidido, con la absoluta certeza de que no habría vuelta atrás, quería que el sonido sordo se mezclara con mi saliva y con la sangre que brotara de ellos. De esa forma el goldfish no se comería sus ojos, me dije, y aquel pez que tenía al frente ya no tendría que preguntarse quién estaba viéndolo, podría nadar sin sombras y distorsiones a su alrededor. Tal vez podría hacer de cuenta que nadaba en leche, sin miedo a seguir, cual Borges.
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