La cola de cartón

Melissa Uzhca

Salió con la maleta a medio hacer, pero antes se aseguró de portar su caja de herramientas. Con el único objetivo de encontrarse a sí mismo, había iniciado una búsqueda en la que los sueños lo guiarían. Esa noche, uno de ellos irrumpió para revelarle su porvenir. Despertó sobresaltado, se vistió y, sin hallar ocasión para despedirse de su esposa, corrió hacia la estación de tren. Dentro de la caja, el choque de las piezas anunciaba el principio de un nuevo evento.

Curioso, introvertido, indeciso, fanático de la exigencia y de las estrellas, había optado por el movimiento. Sin embargo, poseía la superior habilidad para camuflarse entre seres de vida estática. Desde hace dos años trabajaba en una oficina de burócratas y fue ahí en donde se enamoró de Olivia, su actual esposa. Formaron una pequeña familia y cuando parecía que su vida, finalmente, había alcanzado la quietud, se presentó el misterioso sueño que lo condujo a tomar un tren en mitad de la noche. Se dirigió al sur de la ciudad y desde el último asiento escuchaba con deleite el retumbar de su caja, en la que conservaba una herramienta por cada vez que había emprendido el fatigoso ejercicio de mudanza.

En medio del viaje sintió una ligera incomodidad en la parte baja de su columna. Intentó cambiar de posición pero el dolor se intensificó. Recordó que en su niñez había soñado que era un pequeño lagarto, por lo que armó una cola de cartón, pero debido a las normas escolares y a la dificultad de movimiento, la abandonó. Pero esta nunca se desprendió de su ser y, cual extensión invisible, lo acompañó por el resto de los años.

Atravesó varias ciudades hasta llegar a la frontera y, como ciudadano de una nación con poderío bélico, la atravesó sin restricciones. Continuó su fuga hacia el sur mientras Olivia empapelaba la ciudad con el rostro del desaparecido. Tres semanas después, agotada de la búsqueda, decidió postergarla, puesto que su profesión de ejecutiva le exigía la totalidad de sus esfuerzos. El hombre, por su parte, había llegado a la ciudad que en sueños le fue revelada y aquel territorio pantanoso le dio la bienvenida.

El lugar era geométrico, de fachada cuadrada y atravesada por un río de caudal atrevido. El rostro de sus habitantes incitaba amabilidad, por lo que decidió entablar una conversación. Habló en su lengua, la lengua universal, pero notó que no era comprendido. Una expresión de asombro lo invadió y su níveo rostro se fue enrojeciendo. El dolor de coxis surgió esta vez con mayor severidad. Sacó de su caja un ungüento y se lo colocó. Caminó atravesando la ciudad, pero la dolencia le impidió llegar hasta la posada en donde se alojaría. Palpó la zona afectada y con horror notó la existencia de una protuberancia puntiaguda. Sintió asco y entre gritos de desesperación, cayó al piso. Dos niños lo observaban pasmados. Era un espectáculo circense, en donde un buen hombre asumía el papel de una bestia que se retorcía.

Esa noche durmió más de lo acostumbrado. En sus sueños la protuberancia crecía tanto hasta tomar la forma de una gigantesca cola que iba rodeando su cuerpo. Preso de sí mismo, intentó lanzar un grito al aire pero su voz se deformaba. Al despertar, sacó una navaja de su cajita e hizo un corte con la intención de destruir el tubérculo que crecía en su piel, pero el esfuerzo fue inútil. Descansó contemplando el río y al atardecer se sintió instigado a refrescar su cuerpo. Primero bañó sus pies, y sin poder contenerse, se zambulló. Encontró sosiego en el agua lodosa. Desde que inició el viaje no había tenido tanta serenidad. Sonrió y el dolor que había sentido hasta entonces se fue disipando. Sus extremidades desnudas se movieron con absoluta ligereza y cuando se disponía a salir del agua, sintió cómo la protuberancia emergía imponente y se iba hinchando sin control. Un dolor frío lo paralizó, impidiéndole acercarse a la orilla. Entonces el hombre supo que el objetivo que había estado persiguiendo, finalmente se efectuaría. Cerró los ojos y le confío al río la tarea de desplazar su cuerpo asiduo. Quizás llegaría hasta un puerto remoto, en donde sería bien recibido por personas que hablasen su mismo idioma o quizás la inconmensurable cola lo ceñiría para siempre en un íntimo abrazo consigo mismo.

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